“Querer” cambiarse a uno mismo y a los demás.
¿Quién de nosotros es inmune al “vicio” de creer que los otros tendrían que cambiar? Seguramente los más exigentes admitimos que tenemos que cambiarnos a nosotros mismos y no solo a los demás: incluso en este caso el metro, es decir, el criterio por el cual nos juzgamos, es el mismo que damos a los demás: si soy intolerante con algunos aspectos de mí mismo, seré intolerante hacia los aspectos del otro que considero incorrectos. ¿Pero incorrecto según qué legislación, según qué “tiene que ser”? Creo que, una vez más, entre en acción nuestra pretensión de transformarnos en nuestro “Yo ideal”, creación del Súper Ego que reclama una perfección mental, que nada tiene que ver con la realidad de lo que somos.
Además, tenemos que señalar que tendemos a separar, o mejor, a dividirnos en partes buenas y malas, vicios y virtudes, habilidades e incapacidad, en resumen, el tema del bien y el mal que nos lleva de nuevo a nuestra forma de ser. Es una distinción platónica que la religión y muchas prácticas espirituales han hecho propias y que siempre ha atormentado al hombre; también la psicología a menudo impone este juicio; asì que todos estamos de acuerdo en que hay que ser mejores, es decir, poseer las mas virtudes, habilidades posibles y tener los menos límites, vicios e incongruencias posibles.
Creo que la supuesta mejora de nosotros mismos y, en consecuencia, la reivindicación de la mejoría de los demás, nunca puede ser un deber o un complacer a otro que me lo indica. Cuando esto sucede, nos enfrentamos a una adaptación forzada, una farsa que nos empeora más que antes porque, una vez más, seguimos, como cuando éramos niños, los modelos de los padres, y renunciamos a una búsqueda real de “nuestro” bien que, en mi opinión coincide con el descubrimiento de nuestra autenticidad.
¿Cuál es entonces nuestra autenticidad? ¿Estamos divididos internamente entre partes buenas y malas? No importa el nombre que damos a estas dos partes, como por ejemplo alma y personalidad, el yo superior y el yo inferior, el yo espiritual y las subpersonalidades, etc. todavía estamos en manos del “diablo”, o sea de la separación (“dià” en griego es el sufijo que indica la separación).
La autenticidad de la que hablo es la siguiente: me acepto y me amo como soy sin distinción: soy un “todo”, mi identidad es un todo donde mis espléndidas cualidades coexisten con el defecto que me gustaría erradicar de mí y, por lo tanto, me gustaría erradicarlo. También de los demás; esos defectos que tal vez, para exaltar mi bondad, digo que sería bueno para el otro (y ciertamente no para mi ventaja) cambiar.
El concepto y la observación de que somos un “conjunto” para mí significa que la identidad de una persona viene dada por muchos factores juntos: carácter innato, experiencias vividas, modelos familiares, ambientales, históricos, con los prejuicios que estos conllevan y mucho mas. El todo también incluye una forma particular de lega a ser, de cambiar. En resumen, hay muchos factores que conforman el “conjunto” de nuestra identidad, que lo rinden unico a pesar de un cualquier tipo de sistema que trata de reconocer al ser humano sobre la base de generalizaciones, que tal vez solo captan algún aspecto de nuestra “Unicidad”. Y pretenden ponernos en una manada de similares.
Bueno, si elimino cualquier aspecto, incluso el más marginal, de mi totalidad o del otro, ya no seré “yo”, habré perdido mi identidad profunda que no es, en mi opinión, la eliminación de defectos y vicios para que quede solo una perfección espléndida, antinatural y brillante, dirigida a los valores supremos del cielo o de la tierra (el alma platónica que, abandonando con desprecio las desviaciones y vicios del cuerpo, recurre a la verdad del Hyperuranium). Mi identidad no está dividida en lo profundo y lo superficial, en lo bueno y lo malo; Mi identidad es tan superficial como profunda, nobleza y miseria, grandeza y mezquindad: juntos, el “todo”.
Pero entonces, ¿no tenemos que cambiar? ¿tendríamos que permanecer como somos, renunciando al impulso, que es parte del todo, hacia una mejoria, a la superación de las angustias y del dolor existencial, por lo menos el psicológico? Por otro lado, el cambio siempre está activo en nuestras vidas, es parte del flujo de nuestra vida; pero a menudo creemos que un acto de voluntad, dictado por nuestro Super Ego, puede provocar un cambio, y cuando esto no sucede, nos sentimos frustrados.
Creo que los factores que determinan un cambio real son más complejos y los tiempos de cambio son impredecibles.
Es cierto que tenemos todo el derecho a cambiar, no un deber, sino solo un derecho, una posibilidad si realmente lo queremos, si realmente pensamos que el cambio nos permite vivir una existencia mejor. Pero el cambio a nivel psicológico, no el natural (el del paisaje que cambia de invierno a primavera), ese cambio, impulsado por una voluntad que exige un cambio, tiene leyes inexorables.
La primera es que puedo cambiar algo solo si logro una comprensión total y una aceptación incondicional de lo que quiero cambiar. Si tengo una aversión a partes de mí mismo y / o partes de otras personas (¡creo que la equivalencia ahora está clara!), solo puedo aspirar a cambios superficiales, aparentes, para satisfacer mi superyó, la ética en la que creo, el maestro Fulano de Tal, el psicólogo etc. Pero tarde o temprano el cambio se derrite como la nieve en primavera, la “cobertura” de mi supuesta deficiencia desaparece, y el “defecto” aparecerá de nuevo brillando bajo el sol. Y nosotros, decepcionados y frustrados, reforzamos la idea de ser incapaces, inadecuados.
Creo que debemos aprender de la Naturaleza de la que formamos parte (“la naturaleza es Dios”, dijo Spinoza) y comprender que nada está “mal” en nosotros, como en la naturaleza: somos aceptables y amables tal como somos, un “todo” complejo y funcional. que se alegra y sufre, hace lo mejor que puede y enfrenta condiciones existenciales fáciles o difíciles, en resumen, un todo que vive y quiere vivir, como todo en la Naturaleza.
Si este paso difícil, tal vez imposible, no se da, no creo que pueda haber un cambio genuino. Si lentamente descubrimos nuestra forma auténtica de ser y comenzamos a amarla tal como es, empezaremos a amar y aceptar a los demás tal como son. Y si la otra persona quiere cambiar algo sobre sí mismo, lo hará cómo, cuándo y de la manera que quiera. En otras palabras, dejamos el malvado circuito de hacer las funciones del superyó del otro, del ensayo que, considerando al otro incapaz, ¡creemos que necesita nuestra guía para cambiar! ¡Qué estúpidos somos cuando criticamos y juzgamos a los demás!
El otro, igual que yo, solo puede cambiar cuando ya no necesita cambiar para satisfacer a cualquier modelo (¿te acuerdas? Como cuando éramos niños), cuando puede decirse a sí mismo: “¡tal como soy, soy perfecto! No necesito cambiar; sin embargo, me gusta vivir algo diferente de la sopa de cada día. No tengo ninguna obligación, no hay infierno que me castigue por lo que soy, no tengo plazos ni expectativas. El cambio puede suceder o no, y ésto no me frustra. Si sucede bien! Y si no, pus también!
Y así, como cuando llega la primavera, nadie da consejos a la Naturaleza sobre la oportunidad de dejar de ser tan invernal; así que, un día, sin darnos cuenta, observaremos una prímula nacida en nosotros, unas hojitas brotarán en las ramas desnudas de un árbol. Y nos diremos a nosotros mismos … “¡pero mira! Recuerdo que antes había nieve y ahora ya no hay más. ¡Y sin embargo la nieve también era hermosa!
traducción del italiano de Elisenda Solis Barba