Sabemos, por los episodios anteriores de estas crónicas, como el Paraíso está atravesando momentos difíciles debido a los humanos y sus problemas. También es cierto que en el pasado guerras, devastaciones e injusticias de todo tipo mantuvieron ocupado al Todopoderoso, con la colaboración de los santos, en la búsqueda de intervenciones adecuadas para mejorar las cosas. Incluso había enviado a Su hijo a ese desastroso planeta con el resultado que todos conocen: los perversos habitantes de la tierra utilizaron esa expedición celestial para masacrar a millones de sus semejantes en Su nombre, a pesar de los mensajes de amor que amablemente Él habia transmitido. El Todopoderoso, seamos sinceros, estaba desanimado, como si para lo humanos ya no hubiera posibilidades de salvarse. Cada vez más a menudo, imaginaba todas las formas posibles de aniquilar a la especie humana, que además deshonraba a Su Majestad con el rumor de que había sido creada a su imagen y semejanza; como si quisiera encontrar alguna similitud entre Él y ellos. Seguramente habría cometido algún error al crear a esa raza, dados los resultados; y tal vez esto era lo que más le preocupaba, como sabiamente supuso San Pancracio. En cuanto al Hijo, ya sabemos que, todavia resentido por aquella expedición que le había costado lágrimas y sangre, parecía haber terminado con el género humano y no quería saber más de él.
Afortunadamente, había muchos santos buenos en la Corte que estaban confabulando para encontrar una solución que aún pudiera salvar a ese infeliz planeta del meteorito que el Todopoderoso soñaba con arrojar a la Tierra para acabar con todo. Pero lo que desanimó a esos pobres benditos fue una cierta sensación de impotencia: si Él no podía, qué podían hacer ellos, que además ya estaban tan ocupados tratando de ejercer un enorme trabajo que se retrasaba : el de mirar todas las oraciones que se les estaban dirigiendo y decidir, caso por caso, a quién conceder y a quién no.
El mismo san Pablo estaba molesto e inquieto y a menudo conversaba con san Tomás de Aquino, cuya inteligencia superior, un buen día, dio origen a una posible estrategia. Dirigiéndose a todos los santos (era el 1 de noviembre) les preguntó, con actitud de profesor y un poco desagradable, si por casualidad se habían olvidado del dogma más importante de las jerarquías celestiales, o sea, la Santísima Trinidad. Bueno, si el Padre era como era y el Hijo se salía del juego, ¡entonces todo lo que quedaba era pedir la ayuda del Espíritu Santo! Todos aplaudieron la idea de Tomás con ese desconcierto que se siente cuando uno se dice: “¡Cómo no haberlo pensado antes!”
Con la arrogancia de quienes han conquistado el poder, el santo filósofo ordenó que se convocara al Espíritu Santo, con el debido respeto, para una entrevista de suma importancia.
Pero ya se sabe, las grandes mentes a menudo no tienen mucho espíritu práctico y San Tomás no había considerado el hecho de que durante años nadie había visto al Espíritu Santo. “Visto” por así decirlo; siendo un espíritu que nunca se había visto, pero que hacia sentir su presencia. Por ejemplo, algunos santos, en el pasado, caminando entre las nubes de la augusta residencia, sintieron como un calor acompañado de un temblor en la región del corazón y esto fue señal de que no muy lejos estaba pasando, otra vez se manifestaba a través de una luz brillante que aparecía y luego desaparecía, y ellos entendían que siempre era Él quien revoloteaba de nube en nube. Y luego estaban algunos santos que querían hacerse notar, como San Eulalio o Santa Franegonda, y aseguraban escuchar la voz que les daba mensajes de amor y bondad, enfáticos y confusos. Pero como decíamos, desde hacía algunos siglos ya nadie sentía su presencia y empezamos a olvidarnos de él.
¿A dónde se había ido el Espíritu Santo? De repente, tras la llamada del gran Filósofo, hubo un gran fermento entre los santos, que se interrogaban unos a otros preguntando: “¿Por casualidad lo vieron o lo oyeron? “¡¿Pero dónde estará ?!” “¿Quién lo escuchó la última vez?”; o exclamaciones como “si estás ahí, ¡envíanos una señal, por favor!”. El único santo que no solo no participó en la investigación, sino que se sintió bastante molesto por ella fue San José; pero es comprensible, considerando la historia de su familia.
Al mismo tiempo, precisamente en recuerdo de esa historia, Santa Ana propuso hablar con su hija María, madre misericordiosa, ya que se rumoreaba que la Santísima Virgen podria haber mantenido alguna relación de amistad con él, desde la época de la beata concepción. Talvez podría reconocerlo más fácilmente al haberlo conocido en el pasado…. cómo decir…. ¡Intimamente! ¡Que Dios me perdone!
Pero el intento fracasó. La Santísima Virgen, ante la propuesta de su madre, ruborizándose irritada como nunca se la había visto, por los siglos de los siglos, negó resueltamente tener algún contacto especial con el Espíritu Santo: fue sólo por voluntad divina que se sometió a ese extraño experimento de la concepción, que tantos problemas le había causado a su relación con José, ese buen hombre. ¡Pero ahora no quería saber nada más!
Entonces San Tomás se volvió a regañadientes hacia su rival, San Agustín. No habían hablado durante siglos. Teniendo, como sabemos, dos teorías diferentes de la divinidad, uno era para el otro una espina en el costado, y cuando el Señor alababa a uno de ellos, el otro se resentía !
Pero san Agustín había estudiado en profundidad la esencia del Espíritu Santo, como ningún otro, y por eso podía entender por qué había desaparecido, quizás por algún trauma infantil, o por despecho, porque en las sagradas imágenes que llenaban las iglesias siempre tuvo un papel secundario, o quizás porque sufrió una crisis de identidad después de siglos de debatir su naturaleza, en fin, quién era realmente.
San Bernardo propuso entonces hacer una sesión de espiritismo para evocarlo, y San Eleuterio pidió la intervención de la policía, ángeles armados que durante siglos habían defendido las fronteras de la Morada Suprema de demonios y fundamentalistas islámicos. Santa Franegonde, que, como siempre, abogaba por la causa del sensacionalismo, dijo que había sido contactada por el gran desaparecido quien le habría dicho que la humanidad tenía que redimirse en absoluto, mediante el envío inmediato de todos los gobernantes de la Tierra al infierno, de lo contrario se habría mudado permanentemente a otra galaxia. Pero nadie le creyó a pesar de que la idea les pareció buena a todos.
Finalmente llegó Pentecostés, el día de Su cumpleaños, y todos coincidieron con San Francisco, quien pensó que tendrían que preparar una gran fiesta con un gran pastel para celebrarlo y, aunque fuera solo por un espíritu de cortesía, era muy posible que él aparecería para apagar las velitas.
Ese día, todos estaban ansiosos entre banquetes celestiales y globos de colores, y con muchos angelitos que revoloteaban en el gran salón en forma de nube del Paraíso. La torta era gigantesca, llevada por palomas blancas; la familia real no se fusionó con la multitud de santos. Él, el Hijo, la Virgen y San José espiaron el evento desde arriba. Una luz cegadora deslumbró repentinamente la vista de todos los santos que, por lo tanto, no pudieron verlo pero pudieron escuchar una voz profunda y solemne que decía: “¿Es posible que ustedes santos también sean tan estúpidos como los humanos? Me buscáis fuera de vosotros pero nunca me encontraréis. ¡El amor no se ve! ”
¡San Agustín se regocijaba de alegría! ¡Esta vez lo había jodido mucho a SanTomás!