El miedo a la muerte que, en los últimos dos años, ha dominado la mente y las emociones colectivas de la humanidad, con las consecuencias que vemos, creo que es un buen motivo para investigar hoy, cada uno de nosotros, sobre la muerte y sobre la vida, intentando ir más allá de esa repulsión hacia la muerte que todos parecemos tener. El miedo a la muerte se ha utilizado durante siglos para dominar, de alguna manera, la vida de los individuos; y la religión y la ciencia, lejos de estar distantes, o prometen una continuación de la vida en el más allá, o alejan ese acontecimiento final que, una vez más, se considera enemigo.
El otro gran miedo es el dolor, el sufrimiento físico o mental, a causa del cual estamos dispuestos a someternos a todo aquel que nos prometa la posibilidad de evitar el dolor y alejar a la muerte lo más posible. La vida y la muerte, el placer de vivir y el sufrimiento, creo que son los opuestos más importantes que afectan a la condición humana. Además porque somos los únicos “animales” en la tierra que sabemos, desde muy pequeños, que nuestro destino seguramente es la muerte y, en cuanto al dolor, ningún humano le es ajeno, y también sabemos que puede estar esperándonos, en cualquier momento, a la vuelta de la esquina. Según Aristóteles, esta conciencia condujo al nacimiento de la filosofía y quizás, añadiría, de todas las religiones. En el paraíso terrenal imaginario no habría habido necesidad de filosofías o religiones. ¿De qué nos servirían si viviéramos eternamente, siempre felices? Por otro lado, una vez que descendemos a la realidad de la vida en la tierra, nos damos cuenta de que experimentamos, en cada momento, dualidades de contrarios y, sobre todo, la sabiduría oriental nos invita a reflexionar sobre el significado de estos contrarios que vivimos en el tiempo que se nos ha dado entre el nacimiento y la muerte. Y no solo los orientales investigan el significado de los opuestos. Heráclito es el filósofo que, junto a Lao Tse, nos cuenta algo sobre este tema, que los hombres tienen dificultad en comprender. Nos dicen en términos inequívocos que los opuestos son tales solo en apariencia y que todos los opuestos, incluso la vida y la muerte, son lo mismo, es decir, son una unidad que se divide en una manifestación aparente, que, al mismo tiempo, conserva su unidad esencial. La unidad también se demuestra por el hecho de que no podemos entender uno de los opuestos si no somos conscientes del otro polo: no podemos entender la saciedad si no tenemos noción de ayuno, la noche no sería noche sin el día y así sucesivamente. Pero la tendencia que todos tenemos es tomar partido a favor de uno de los contrarios, y considerar al otro polo como el enemigo al que combatir: la idea del bien y del mal, de la luz y la oscuridad está bien arraigada, y además, cuando nos investigamos a nosotros mismos, podemos reconocer nuestra parte luminosa, positiva, nuestras virtudes, y consideramos todo lo negativo que hay en nosotros como una sombra que hay que combatir, eliminar, en la ilusión de que solo podemos ser luz, amor, bondad y comprensión. Cada aspecto de nosotros implica la presencia del opuesto porque la dualidad es una ilusión, representa el otro lado de la luna que no vemos pero cuya existencia es indudable: la luna es una esfera que de ninguna manera está dividida por la mitad aunque solo vemos una cara. Hasta que no aceptemos y reconozcamos el todo, la unidad, siempre estaremos en guerra con alguien o algo. Y fue Heráclito quien dijo que todo es “polemos”, es decir, guerra entre opuestos, una vez que no reconocemos su unidad intrínseca. Por supuesto, una cosa es filosofar y otra considerar la muerte y la vida al mismo nivel, aceptando su unidad que concierne tan profundamente a la condición humana.
Sin embargo, sin la muerte no habría vida. Nos hemos alejado tanto de la naturaleza creyéndonos superiores y usándola a nuestro favor con evidente ruina ecológica, que nunca la miramos para aprender algo; interesados en explotarla no nos damos cuenta de que nosotros también somos parte de la naturaleza en un sistema que podría enseñarnos que estamos sujetos a las mismas leyes. Y la ley más importante de la naturaleza es que solo gracias a la muerte hay vida. Las plantas, los animales, viven porque otras plantas y otros animales mueren todo el tiempo en una renovación continua. La naturaleza nos muestra que la vida y la muerte son esa unidad de la que creemos que podemos estar excluidos. El precio que pagamos por esta piadosa ilusión es alto: luchamos y perdemos continuamente. Creemos que podemos prescindir de nuestra sombra, así como no aceptamos el dolor y la muerte, que alguien nos dice que podemos evitar y si, con respecto a la muerte, sabemos que no podemos evitarla, la quitamos de la conciencia que tenemos de nosotros mismos buscando todos los remedios para descartarla como algo maligno que debe evitarse mientras podamos. Interpretando libremente a Heidegger, diría que somos nuestra muerte como somos nuestra vida; la vida esta en función de la muerte, es un camino hacia la muerte y la muerte esta en función de la vida, como nos enseñan el invierno y la primavera cada año que pasa. Pero somos sordos y ciegos: queremos vivir para siempre y luchamos contra la naturaleza y siempre perdemos, siempre. Morir sin comprender esta unidad que somos nos desespera. El animal que muere o la hoja del árbol que cae y se pudre no se desesperan, no sufren ninguna tortura por miedo a perder lo que son. Viven plena y exuberantemente, y mueren para dar paso a una nueva vida. ¡Pero nosotros no! A menudo, la muerte de un ser querido se llama desgracia, la desgracia. En realidad somos desgraciados porque creemos que estamos fuera de la naturaleza y pensamos en nuestra individualidad como algo separado de la naturaleza. Yo lo llamo “el Todo” con mayúscula y somos parte del Todo. Empiezo a creer que sólo si me siento parte del Todo y amplío la idea de mi identidad desde mi pequeño cuerpo y desde mi pequeña conciencia como individuo, considerando al Todo como mi verdadero cuerpo, mi verdadera inmensa individualidad, podré disfrutar de la idea de mi muerte porque es la fuente de la vida, la vida eterna, que no se refiere a mi pequeña vida individual en una silla en el paraíso, siempre yo, separado de los demás bienaventurados.
Y así podré empezar a disfrutar de veras de la vida en esta tierra. No puedo amar la vida si no amo la muerte también. No puedo amar algo a medias: una media persona, por ejemplo. Te amo, pero tienes que ser solo la mitad positiva y agradable de ti mismo; no amo tu otra mitad: es decir, ¡no te amo! Si la muerte es un enemigo al que me opongo y si la muerte es una con la vida, si me opongo a la muerte también seré un enemigo de la vida. Esta enemistad se llama miedo: miedo a la muerte, es decir, miedo a la Vida.